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ANIMAL


El cuerpo humano es algo esencialmente distinto a un organismo animal.

Martin Heidegger


Mi señora se equivocaba. Ariadna no era ninguna estúpida, pese a que su talante fuera de natural soñador. Era una niña muy espabilada, que pillaba las cosas a la primera y que veía más allá de dónde se quedaban los demás niños. Creo que esa reclusión forzosa a la que obligaron de pequeña tampoco le hizo ningún bien, pero ¿quién es una esclava para discutir las decisiones de sus señores? Bastante tenía una con guardarse de las manos largas de Minos;, aunque lo cierto es que tuve suerte (tal vez temiera la ira de mi señora) y nunca la cosa fue más allá de una palmada a destiempo en el culo. Ya no tengo esos problemas (¿quién va a querer tocar las tetas caídas a una vieja?), pero ellos no saben que lo más importante: que sigo teniendo la cabeza perfecta y, aún mejor que la cabeza, la memoria.

Me acuerdo de absolutamente todo

Tampoco quiero ser muy dura con mi reina. Pero lo cierto es que desde que sucumbió a aquella locura de lujuria ya no era la misma. La que antes se paseaba con la frente altiva por los salones y era capaz de discutir al mismo Minos, se convirtió en un espectro después del parto de Asterión (¡Pobre hijo! Otro desastre desde el comienzo).

Sí, era un monstruo en apariencia, pero no era malvado. Cuando el mismo día del parto, mientras cuidaba yo a Pasifae en su convalecencia, me dejaron acercarme a la cuna, me di cuenta de eso. El pequeño ser dormía plácidamente, con la respiración poderosa de una pequeña bestia, pero estaba tranquilo, confiado. Aún no había desarrollado sus cuernos, y su cabeza era más la de un ternerito recién destetado que más que pavor infundía ternura. Pedí a mi señora que me permitiese ocuparme de él, aunque en aquel tiempo no podía yo amamantarlo. Y se me fue concedido. Hasta los siete años estuvo conmigo más que con nadie, hasta que nació Ariadna y ocurrió aquella desafortunada historia del pobre chico con el hijo de Léntidas. Cosas de niños, solo eso, pero con un resultado que el azar hizo funesto. Con esta excusa y aprovechando la locura de su madre, el rey, que no veía en Asterión más que un recuerdo permanente de su infamia, decidió encerrarlo en aquella casa que Dédalo no dejaba de ampliar. Dédalo… ¡otro maldito! Espero que Poseidón, el dios de la casa de mis padres, sepa castigar donde más sufrimiento cause a esa escoria de persona, a ese hijo de sátiro, pues nada de esta historia hubiese pasado si él no hubiese facilitado la coyunda de la reina con aquel toro blanco.

El nacimiento de Ariadna mitigó un poco el sufrimiento de que se llevaran a mi niño. Pero no lo eliminó del todo. Pese a la altura de los muros de su prisión sus bramidos se escuchaban por toda la ciudad. Y sí, ¡me llamaba a mí! “¡Dulaaaaaaaa! ¿Dónde estáaaaaaaas? ¿Por qué no vienes conmigo?” Me arrastré a los pies de mi señor, lloré, le imploré que me encerraran con él. Yo no tenía ningún miedo. Pero mis súplicas fueron en vano. Minos fue inflexible: “Mujer, no tienes ni idea de lo que me estás pidiendo. No quiero volverte a oír ni siquiera mencionar ese tema. La decisión está tomada.”

Ariadna había crecido fascinada con la figura de su hermano. Aunque al principio quisieron ocultársela, para una niña despierta era muy difícil no darse cuenta de que en el palacio le estaban tapando algo. De que había una zona de la ciudad a la que sistemáticamente se negaban a llevarla. De que en cada crisis de su madre siempre había alguien que murmuraba entre dientes que “no era la misma desde que sucedió aquello”. Hasta que un día me abordó directamente con los cabos sueltos que ya sabía, y me hizo contárselo todo: “Dula, te juro por los dioses que todo lo que me cuentes quedará entre nosotras”. Y yo, que aún tenía la herida fresca como si me la hubieran abierto ayer, le conté. Todo. Y ella, que con sus quince años era madura como una sibila, asimiló y calló. Pero desde aquel día su única obsesión se convirtió en liberar a su hermano de aquella cárcel en la que estaba encerrado. Y tramaba conmigo asaltos imposibles, negociaciones fantásticas con su padre, sin notar que cada mes su padre era más inflexible, más amargado, más gris.

La ciudad se había integrado con este modo de hacer las cosas, en el que un día sucediera al siguiente y éste al otro sin ningún cambio. Ya hacía casi trece años que Asterión estaba encerrado. Nadie lo había visto en este tiempo. Y sus gritos pidiendo compañía se habían transformado en otro tipo de gritos, los de alguien que, ante lo que ya ve inevitable, se sigue resistiendo a su destino de animal en una jaula. Minos, prodigio de brutalidad en un cuerpo de rey decadente, había encontrado una nueva forma de aliviar su conciencia e incrementar el miedo que despertaba en las ciudades vecinas. Tras someter a los atenienses a un brutal castigo en venganza por la muerte de Androgeo (sí, antes de que naciese Ariadna y después de lo de Asterión el capricho de los dioses le otorgó un nuevo hijo, el destinado a sucederlo en el trono de Creta, pero solo fue un entretenimiento; lo mismo que se lo dieron, se lo arrebataron, en ese juego sádico al que los olímpicos enfrentan a los mortales), les impuso un tributo: una ofrenda de siete doncellas y siete jóvenes que serían encarcelados en el laberinto, en las habitaciones de la casa de mi querido niño. Se esparció el rumor de que se alimentaba de carne humana (¡él, que era incapaz de comer más carne que la que le disfrazábamos entre sus platos!). Yo sé que no; sencillamente los mataba, de forma rápida, para evitarles el horror tras haberlo visto. No es una suposición; lo sé por los gritos que trascendían las murallas de la enorme casa.

Así había sido en dos ocasiones… Hasta que apareció él, ese chico, Teseo.

Con la soberbia de saberse hijo y nieto de rey, de sentirse guapo, fuerte, poderoso. De tener diecinueve años. Parece que aún lo veo cuando descendió del barco: con el quitón mostrando la mitad del pecho, mirando a todos con esa sonrisa de quien se cree que está por encima… Era parte de la tercera tanda de “ofrendas”. Se les albergaba en palacio por unas semanas, debidamente custodiados pero bien tratados. Todas las doncellas de palacio debían participar en esas atenciones, como una forma más de sometimiento a los dictados de Minos.

Teseo era un malvado. Un muchacho de familia noble, pero ni de lejos con la bondad interior de su padre. La crianza con la familia de la madre le estropeó el carácter y le hizo convertirse en ese maestro del engaño en el que se transformó luego, incapaz de compadecer a nadie salvo a sí mismo. Un bello muchacho con corazón de estatua. Hubiera servido para sacerdote, engatusando a bobos con sus historias, en lugar de aparentar ser un héroe. Imagino que luego otros cantarán sus loas, pero es que el pueblo siempre es muy, muy estúpido.

Supo engatusar a Ariadna desde el primer momento. Con su lengua fácil y cortesía excesivas, se ganó su confianza y ella, ciega por el amor y por las ganas de salvar a su hermano, lo creyó. Entre los dos conseguiremos sacarlo de ahí, amor mío, y lo llevaremos con nosotros. Tú solo cuéntame lo que sepas, todo aquello que creas que puede ayudarnos. Pero, Teseo, ¿realmente quieres eso? Lo que quiero más que a nada en el mundo es a ti, mi luz más pura, y si ayudar a tu hermano te va a hacer feliz, lo haré sin dudar aunque me juegue la vida.

Así seguramente le abrió Ariadna su corazón y le hizo partícipe de su secreto, cosechado entre los cientos de horas buscando datos sobre Asterión, sobre la casa, sobre todo lo que había pasado hasta ese día.

Llegó el día de la ofrenda. Los jóvenes de Atenas, vestidos con himationes y clámides blancas, centraban el cortejo. A algunos de ellos, con el rostro pálido por lo que sabía era su último paseo en vida, los sostenían un esclavo. Se les había servido una generosa provisión de vino con resina en su última comida para hacerles más llevadero el momento. Teseo no destacaba en el grupo, mimetizándose con sus compañeros de destino. Nadie sabía de la espada corta que ocultaba entre los pliegues de su ropa, ni del ovillo de hilo preparado por Ariadna para irse soltando bajo su manto.

Frente a la puerta de la casa grande, del laberinto, pararon todas las músicas: los címbalos y sistros, los tímpanos y los aulós enmudecieron. Se retiraron las gruesas barras que aseguraban la puerta, y los soldados abrieron las hojas que daban acceso al primer patio, desde donde partían todos los corredores. Empujaron dentro a los jóvenes, que de aterrorizados no opusieron la menor resistencia, y cerraron las pesadas puertas tras de ellos.

“Corrí para ser el primero que lo encontrara. Aanudée un extremo de la cuerda que me diste en la primera esquina y la dejé que se desenrollara a mis espaldas. No me resultó difícil encontrarlo. Se sentaba en un rincón de una de las habitaciones, con la enorme cabeza entre las rodillas. Estaba tan quieto que al principio pensé que estaba dormido. Lo llamé. ¡Asterión, Asterión!, y al escucharme se puso en pie de un salto. Pese a tener casi mi edad era enorme; me sacaba al menos dos cabezas y su cuerpo era velludo y musculoso. Daba miedo. Ariadna, intenté hablar con él, te lo juro por Hefesto. Le empecé a hablar de ti, de lo que habíamos planeado hacer, pero no se detuvo. en cuatro zancadas vino hacia mí, y me agarró por el cuello, dejándome sin respiración. Antes de perder la conciencia saqué mi daga y se la clavé en el pecho, casi sin pensar…”

Esta fue la historia que Teseo le contó a Ariadna aquella noche, cuando ensangrentado volvió a palacio, ocultándose, tras haber escapado de la prisión de mil salas. Yo estaba ahí y, mientras la peinaba escuchaba todo aquello sin poder creerlo. Mi pobre niño. Muerto.

No hubo tiempo para mucho más. Temiendo la ira de Minos Teseo convenció a Ariadna para la fuga y ella, desoyendo mis consejos y con la inconsciencia que aporta el primer amor, consintió. Esa misma noche, embozada ella como una parca y disfrazado él de doncella, huyeron hacia el puerto de Palaikastro, donde un comerciante fenicio había consentido en llevarlos a cambio de varios miles de estáteras.

A primera hora de la mañana los golpes de los jóvenes ofrendados en las grandes puertas de la casa grande fue el primer indicio de que algo raro pasaba. Tras un día entero dentro del laberinto continuaban vivos. Yo estaba allí cuando las abrieron, y en el tumulto provocado por la salida aterrorizada de los atenienses conseguí acceder. Nadie repara nunca en una vieja vestida de oscuro. Seguí el hilo abandonado por Teseo y rápidamente llegué a la sala infausta. Y conocí. Todo lo que nos había contado era mentira. Esterión reposaba sentado, dando la espalda a la entrada. Apuñalado en esa postura y con la garganta cercenada de un único tajo. Ni siquiera se había vuelto para ver a su atacante. Protegía en su pecho unas tablillas de cera, y en su mano derecha, aún aprisionándola como si fuera a continuar escribiendo en unos instantes, un pequeño punzón para escribir. Conteniendo mi dolor, cogí las tablillas, las oculté entre mis ropas y salí, de nuevo al día. No volví a pisar palacio.


Por C.·. R.·. C.·.

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